El día en que el pop orquestal unió a Roger Nichols, Aldemaro Romero y Burt Bacharach

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El día en que el pop orquestal unió a Roger Nichols, Aldemaro Romero y Burt Bacharach

Un salón de sunshine pop, un ala caribeña de joropo y un plano angelino: tres habitaciones de un mismo sueño sonoro.

1968 amaneció con un pacto secreto: el pop se permitiría soñar con cuerdas de seda, coros sin letra y una cadencia que viajaba entre la arena de Ipanema y la sabana venezolana. Esa brisa cálida recorrió estudios en Los Ángeles, Caracas y Nueva York, tocando al mismo tiempo a Roger Nichols, Aldemaro Romero y Burt Bacharach, como si una pluma invisible hubiera esbozado la misma intención sonora sobre distintos pentagramas. Cada 15 de septiembre, cuando se cumple un año más de la partida de Aldemaro, esas coincidencias suenan también como un homenaje vivo a su legado.

Hay quien ve pura coincidencia, pero basta oír las cintas para sospechar conspiración musical: un mismo ideario de pop orquestal, sunshine pop con brisa de bossa y joropo-jazz; el mismo gusto por las séptimas mayores y el mismo empeño en que la voz sea niebla y no proclama. No es exactamente el mismo compás: la bossa camina en dos, mientras el joropo acentúa 2-1-2 y el ternario cinematográfico de Bacharach flota entre ambos. Aquí se cuenta esa historia—mitad real, mitad fábula—de cómo tres artesanos del pop construyeron una casa sin ponerse de acuerdo y, aun así, terminaron siendo vecinos invisibles.

El salón de sunshine pop

Los Ángeles, marzo de 1968. En los estudios A&M, Roger Nichols & the Small Circle of Friends arman su propio hechizo. Adentro huele a cinta magnética y café de filtro. Guitarras de nailon marcan un murmullo carioca, las cuerdas se deslizan como cortinas y un trío vocal cosido con hilo de seda canta armonías cerradas que parecen estirarse hacia el cielo californiano.

Nichols trabaja como un relojero. Ajusta cada novenas añadidas, pule las síncopas, deja que los MacLeod sonrían al micrófono para que la sonrisa se grabe en la cinta. El resultado es un sunshine pop que no grita sino susurra, donde la luz entra por las ventanas y se queda suspendida en el aire, como polvo dorado. Esa misma luz terminará inspirando a los Carpenters y, décadas después, a los productores de indie pop que aún estudian aquellas grabaciones como manual secreto de delicadeza. Ese murmullo carioca estalla con elegancia en ‘Don’t Go Breaking My Heart’: guitarra de nailon, beat de bossa y close-voicings que se quedan flotando.

El ala caribeña

Caracas, 1968. Aldemaro Romero enciende las lámparas del nuevo sonido venezolano. Sobre el atril reposa “Aragüita”, un joropo que cambió de calzado: piano en vez de arpa, contrabajo en lugar de bordón y la batería inventada por Francisco “El Pavo” Hernández. El golpe 2-1-2 nace de sus baquetas: toque de aro (cross-stick) en la segunda corchea, acento de bombo que arquea el compás y ride que respira como ola lenta. Aldemaro sonríe: ha dado con la Onda Nueva, un joropo que aprendió a levitar sobre humo de club de jazz.

Quien estuvo en aquellas sesiones cuenta que el Pavo afinaba los toms hasta que sonaban “a madera de canoa” y marcaba la clave con un pie apenas perceptible. Cuando todo quedó impreso, Aldemaro Romero se dio cuenta de que el folklore ya no vestía cotiza sino traje italiano; era la misma tierra llanera, pero hablaba con acento de big band. Gestado en 1968, el LP “Aldemaro Romero Presenta: La Onda Nueva” vería la luz en 1969, con “Fool on the Hill (El Tonto de la Colina)” como tema de apertura. Poco tiempo después, al escuchar “South American Getaway” en un cine de barrio, Aldemaro exclamó: «¡La Onda Nueva llegó a Hollywood!». Aquella frase, medio chiste y medio profecía, acabaría convirtiéndose en titular de periódico.

Y entonces sucede el truco: “The Fool on the Hill” se pone alpargatas: la melodía baja al llano, se joropea en 2-1-2 y se vuelve Onda Nueva.

Compuesta por Paul McCartney (crédito Lennon–McCartney) y publicada por The Beatles en 1967 dentro de Magical Mystery Tour, “The Fool on the Hill” cruza el Atlántico para renacer en Caracas.

El plano angelino

Hollywood, 1969. Burt Bacharach afina “South American Getaway” cuando el reloj roza la madrugada. Un coro angelino —The Ron Hicklin Singers— entona un bop-bop-bop sin palabras y el balanceo va en 6/8, mitad bossa, mitad joropo. Los acordes de séptima mayor florecen como jacarandas en la sala de edición; cada flauta corta el aire con perfume tropical, anticipando su destino final en Butch Cassidy and the Sundance Kid.

El segundo verso –que en realidad no es verso sino oleada coral– revela la alquimia de Bacharach: percusión con cross-stick (toque de aro) insinuando samba, bajo que empuja con swing jazzero, armonías que despegan como gaviotas sobre la costa del Pacífico. En los márgenes de la partitura se leen anotaciones a lápiz: “mantener el susurro”, “no perder la sonrisa”. En aquel momento, sin saberlo, Burt tendía un puente que cruzaba los Andes para acariciar el Caribe.

La voz que respira

Hay un hilo dorado que une a los tres: la voz convertida en atmósfera. Bacharach deja que el coro sea viento—sin sílabas, sin manifiesto—y así logra que cada nota signifique más de lo que dice. Nichols apila close-voicings que actúan como almohadones, invitando al oyente a recostarse y mirar el techo iluminado por guitarras de nailon. Aldemaro convoca sopranos caraqueñas que flotan sobre el hi-hat y el contrabajo, con aire de club.

Críticos de la época hablaban de “soft-focus vocals”, comparando la técnica con un lente cinematográfico que difumina los bordes para resaltar la emoción. Esa decisión estética –convertir la garganta en halo– era, en el fondo, una declaración de principios: la música podía conmover sin alzar la voz, podía ser pop y, sin embargo, caminar con la gracia de una bailarina de cámara.

La brisa carioca

Mucho antes de 1968, la bossa nova ya había susurrado sus códigos a los tres protagonistas. Nichols, obsesivo del instrumento, tomó clases de guitarra clásica y aprendió el balanceo 2-3 propio de Jobim, que llevó a sus acordes pastel. Aldemaro, desde Caracas, escuchaba emisoras de onda corta y coleccionaba discos de João Donato y Marcos Valle: descubrió que la suavidad podía ser tan revolucionaria como el alboroto. Bacharach había visitado Río en los primeros sesenta, fascinado por la guitarra de João Gilberto; regresó a Los Ángeles con la idea de que el toque de aro (cross-stick) servía mejor que el redoblante para hablar de amor sin urgencias.

Ese germen carioca floreció distinto en cada suelo. Roger Nichols lo redujo a un murmullo veraniego de nailon, escobillas y flautas; Aldemaro Romero lo injertó en el joropo hablando español con deje portugués; y Burt Bacharachlo vistió con cuerdas de estudio y coros hollywoodenses. Pero en todos los casos la lógica era la misma: cambiar la descarga por el susurro, dejar que la síncopa respirara y permitir que la armonía se estirara hasta tocar el cielo sin perder el piso bailador.

1968-1969: sincronicidad

Roger Nichols publica su álbum en 1968; Aldemaro gesta la Onda Nueva ese mismo año y publica su primer LP del género en 1969; Burt Bacharach entrega su banda sonora ese mismo 1969. No hay telegramas ni cintas compartidas, apenas la sospecha de un eco al otro lado del continente. Y, sin embargo, sus grabaciones comparten acordes extendidos, coros etéreos y la tríada bossa–joropo–jazz que late en compás ternario (6/8 que puede sentirse 3/4) como un corazón que perdió el miedo a la ternura.

En retrospectiva, esos años se parecen a esos relojes solares donde la sombra señala al mismo punto a la misma hora, aunque los gnomones estén en distintos jardines. Era la época ideal: la invención de las grabadoras de cassette portátiles permitía nuevas mezclas, la radio AM aún confiaba en las cuerdas y los festivales de América Latina abrían sus puertas al jazz. Todo conspiraba para que la coincidencia ocurriera.

La casa permanece despierta

Pon las tres canciones en fila: las guitarras de Roger Nichols tienden la alfombra, el contrabajo de Aldemaro Romero ofrece una poltrona que huele a mango maduro y el coro sin letra de Burt Bacharach corona la estancia. Afuera el mundo sigue girando, pero aquí adentro el tiempo se mece entre el dos y el tres: bossa que camina en dos, joropo que acentúa 2-1-2. Quizá por eso sigue encantándonos: porque es, a la vez, cuento de hadas y crónica real, armonía imposible y documento preciso.

La aguja se levanta, el reproductor digital hace click y el silencio vuelve. Pero la casa permanece despierta. Cada vez que regreses, el perfume de bossa, joropo y sunshine pop te recibirá como la primera vez. Así trabajan los conjuros bien escritos: no caducan, solo cambian de aguja o de clic, y vuelven a latir.

En la imagen superior, en orden de aparición: Roger Nichols, Aldemaro Romero y Burt Bacharach

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Este artículo es un contenido de NoEsFm

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